“Guerra económica” en Cuba: ¿contra quién?

Por: Haroldo Dilla Alfonso Profesor titular, Universidad Arturo Prat.

Como sujeto devenido de una guerra, la clase política cubana gusta invocarla. Se realiza en su proclamada epicidad y añora sus cadenas autoritarias de mando. Ahora vuelve a llamar al combate para anunciar un programa de austeridad contra –cito al presidente Díaz-Canel– “un escenario de política de máxima asfixia, diseñada y aplicada a un pequeño país por el más poderoso imperio de la historia”. Han denominado al indefinido programa como una “guerra económica” y se infiere, desde algunos pronunciamientos aislados, que debe contener reducciones del gasto público, incremento de impuestos, control de precios y eliminación de los pocos subsidios que quedan de la época “soviética”.

 

Culpar a la hostilidad norteamericana hacia Cuba de todos los males que aquejan a la isla es ya un ejercicio maniático de la élite política cubana. Es lo que ahora hace el presidente cubano, al invocar lo que algunos llaman la política norteamericana de bloqueo y otros de embargo, y que ciertamente implica limitaciones a la economía cubana –lesivas a la población y contraproducentes políticamente, por tanto injustas–, pero que distan de explicar el absoluto descalabro económico de la isla caribeña.

 

Este descalabro es resultado de las políticas desatinadas de control estatal sobre todo lo que se mueve –condición de un régimen que, contra toda posibilidad, mantiene su vocación totalitaria–, con el consiguiente cierre de espacios económicos emergentes privados, la sobrevivencia de un sector público plagado de empresas ineficientes y desfasadas tecnológicamente y el florecimiento de una corrupción que, en este contexto, opera como una acumulación originaria de un funcionariado (y de sus agraciadas familias) convirtiéndose en burguesía.

 

Es incluso llamativo que esta proclamación “guerrerista” ocurra justo cuando el gobierno de Biden ha anunciado algunos relajamientos del bloqueo/embargo en relación con el emergente sector privado de la isla, haya relajado los trámites migratorios y finalmente haya aludido a ciertas colaboraciones de Cuba en la lucha contra el terrorismo. A pesar de su reiterada prédica contra el bloqueo norteamericano, la clase política cubana no sabe vivir sin el recurso de culparle de cuanto mal ocurre en la isla. Por eso hizo todo lo posible por frustrar a Carter, a Clinton y a Obama cuando intentaron avanzar hacia una normalización de relaciones. Como enrostraba Sor Juan Inés de la Cruz a los hombres de su época, el gobierno cubano estimula el pecado que condena.

 

Por eso, esta “guerra” no es fundamentalmente contra el bloqueo/embargo, sino contra la misma sociedad cubana. Una sociedad reprimida, sin organizaciones autónomas y sometida a un régimen de privaciones espantosas.

 

Para tener una idea de esto, digamos que el salario medio mensual cubano (unos 5 dólares al cambio real) alcanza para adquirir un kilogramo de carne de pollo, otro kilogramo de leche en polvo, un litro de aceite para cocinar y el resto para pagar servicios básicos. Si se tratara de un médico altamente especializado (menos de 20 dólares al cambio real), podría agregar algunos vegetales adicionales y, con suerte, un par de kilos de carne de cerdo. Los servicios sociales –salud, educación, pensiones– están en situación calamitosa. El transporte público no funciona. Y los cubanos han aprendido a soportar prolongados apagones nocturnos en medio de los rigores de los veranos caribeños.

 

Esta “guerra” se monta sobre este escenario que reedita, en peores condiciones, la crisis de los 90, cuando la economía cubana, finalizados los subsidios soviéticos, sufrió caídas estrepitosas de más del 50%. Pero, entonces, existía como antecedente un sistema robusto de servicios sociales, un stock de insumos almacenados y el recurso político de Fidel Castro. Ya nada de esto existe, pues en los 30 años transcurridos desde entonces la economía solo conoció un breve y ligero respiro al calor de los subsidios provenientes del decenio petrolero de Chávez en Venezuela.

 

Las protestas populares se han incrementado –esporádicas, espontáneas, sin bases organizativas– y han tenido como respuesta una mayor represión. Algunas figuras intelectuales críticas, como es el caso de la historiadora Alina Bárbara López, han sido maltratadas físicamente, encausadas y en ocasiones obligadas a tomar el camino del exilio. Más de un millar de personas permanecen en prisiones por sus participaciones en diversas protestas pacíficas.

 

El resultado ha sido una grave afectación de la propia sobrevivencia nacional. Desde hace varias décadas la población cubana no crece debido a las bajas tasas de natalidad y a la emigración de su población más joven y con niveles apreciables de educación.

 

Estas personas usan todos los medios posibles, desde los recursos migratorios legales hasta sus enrolamientos en intentos frecuentemente mortales, tripulando lanchas hacia la Florida o cruzando territorios hostiles hasta la frontera mexicana. Usualmente esto significaba una merma de unos 50 mil jóvenes anuales, pero en los últimos dos años la cifra se elevó a cerca del medio millón, contra una población total que apenas rebasa los 11 millones. Solo va quedando en la isla la población más vieja y la menos capacitada, es decir, quienes no tienen a dónde ir.

 

La “guerra económica” contra “el imperialismo” anunciada por el presidente cubano apunta más a una masacre social que a una contienda épica. Los cubanos sufrirán más, seguirán emigrando y serán encarcelados cuando expresen públicamente sus razonables descontentos. El país seguirá empobreciéndose.

 

Es previsible que todo esto empeore si Trump repitiera su aventura gubernamental y la ultraderecha ganara más espacios en América Latina. Y al final solo quedarán de su lado sus dudosos aliados antioccidentales e iliberales (Rusia, China, Irán, Nicaragua, Venezuela) y los puñados decrecientes de izquierdistas nostálgicos que insisten, contra toda evidencia, en encontrar en este descalabro alguna señal del camino a la redención social.

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